Cambio el título a esta serie de entradas y le pongo el que decidí para esta especie de diario que llevo desde hace casi un año, aunque esto seguirá siendo un extracto, no el diario completo.

Le hablaba a A. de la buena etapa que estoy pasando. Una rutina deseada, le decía. La familiaridad de una repetición que no cansa. Sé que esa rutina va a durar muy poco y quizá por eso la valoro más.

En el avión de regreso de Bruselas, escucho Ishmael, de Abdullah Ibrahim. La oí por primera vez en casa de F., en Alemania, hará al menos treinta años. Y a pesar de todas las veces que la he escuchado, siempre llega ese momento, al final de la oración cantada y la entrada del saxo, en el que se me pone la carne de gallina. La repetición no ha quitado intensidad al momento, más bien alarga esos segundos de emoción. Porque antes me estremecía al oír el saxo; ahora, como sé que va a entrar, como percibo las notas en mi cabeza, la piel se me eriza ya quince o veinte segundos antes de oír el instrumento.

Escribía en el relato que acabo de entregar a Demipage que minusvaloramos la importancia de la repetición, el placer y la intensidad que pueden acompañarla. En nuestra sociedad desaforadamente consumista parece que lo único válido es el cambio, la novedad. Pero cualquiera que se emocione con los ritos –lo único que me parece atractivo de la religión- sabe que precisamente la repetición, más aún la repetición compartida, puede mantener su eficacia durante décadas: entregarse al momento, a lo familiar, sin pensar en lo que viene después ni en lo que hubo antes. La vida como mantra.

En el asiento de al lado, una pareja muy joven; risueños, afectuosos. Ella lleva rastas, él la cabeza rapada. Él tiene un perfil griego, cráneo muy redondo, braquicéfalo, puente de la nariz casi inexistente, cejas espesas y muy bien delineadas. Lo imagino como hoplita, sudando bajo la armadura, lanza en mano, asustado ante las murallas de Troya. Sus músculos son también de guerrero aqueo.
Pero el feroz guerrero se mordisquea las uñas.

El juicio moral está tan extendido porque se encuentra al alcance de cualquiera. No es necesario entender ni argumentar para conseguir la buena conciencia que nos ofrece. Basta con escandalizarse y eso puede hacerlo hasta un chimpancé.
Claro que todos nos escandalizamos y juzgamos. Pero ganaríamos tanto si lo hiciésemos después de comprender en lugar de reaccionar de forma espontánea.
Dejo el tema: mi faceta de moralista o crítico de costumbres me hace sentir en seguida como un impostor. Además, no hay trabajo más inútil.

Ha muerto Dore Ashton. E. L. le escribe una conmovedora necrológica. Dore escribió, entre otros muchos libros, un interesante ensayo sobre Miquel Barceló. Él le hizo un retrato espantoso y torpe que prefiero no subir aquí.

doreNo me atrevo a releer el poema dedicado a Dore que  escribí en inglés, convaleciente en su casa, y que Antonio Rivero Taravillo me publicó en el número 3 de Estación Poesía. Ya estoy suficientemente triste.
E. y yo pensamos hace tiempo en la posibilidad de escribir una biografía suya, o más, bien, convencerla para que nos permitiese ser los negros de su autobiografía. Entrevistarla con grabadora, tomar notas. (Su memoria prodigiosa para lo lejano, su despiste para lo cercano: las preguntas repetidas, dos cigarrillos consumiéndose a la vez en el cenicero). Pero era demasiado tarde. Su hija había establecido un cerco a su alrededor que no era fácil traspasar. El asfixiante amor filial. U otra cosa distinta y disfrazada de afecto.

Pensando estos días sobre seducción, recuerdo una escena de Los desposeídos, de Ursula Leguin, en la que una mujer se muestra seductora hacia el protagonista, y cuando el hombre traduce a su propio idioma la situación, es decir, cuando considera que le están invitando a una relación sexual, no entiende que ella no quiera hacerlo inmediatamente; para él una cosa lleva a la otra y se siente engañado si no es así. Es decir, no ve la seducción como fin en sí mismo, como representación, como obra teatral, sino como prolegómeno de otra cosa. Creo que es un malentendido frecuente.

La semana que viene participo en el jurado del Festival International du film d’amour, en Mons. Una semana entera. No tengo la menor idea de lo que me espera. Por un lado siento curiosidad, por otro pereza: ¡tengo tantas cosas que hacer! Menos mal que E. se viene conmigo.
festival-film¿No es extraño, un festival de cine de amor? Como si el amor, alguna forma de amor, se pudiese separar del resto de la vida, como si no estuviese entretejido en nuestros actos cotidianos. Un festival de cine bélico parece más razonable que uno de amor. O de cine deportivo. O de sadomasoquismo. Veremos qué me encuentro.

Anoche, pequeño ataque de angustia que no sé a qué atribuir. Me acurruco contra E. Me acaricia la cabeza. Conversamos. Me voy tranquilizando poco a poco. La vida también consta de esos momentos que, a menudo, ni siquiera llegamos a verbalizar.

 

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