Okupas contra zombis

El cuento de Alfon: OKUPAS CONTRA ZOMBIS

Ya nadie vive tranquilo en el barrio. Las gitanas que venden romero en la calle Preciados y en el Retiro regresan a sus casas antes de que caiga la noche, trasiegan sus lutos reales o ficticios a toda prisa para que lo oscuro no las encuentre por la calle. También las viejas que habitan buhardillas y semisótanos y esperan la visita de ese hijo que no quiere ya ni oír hablar del barrio porque se fue a vivir a un adosado en una hilera de putas casitas idénticas, casitas de muñecas, casitas de cartón piedra, más cartón que piedra, pero con césped y un perro para cagarse en él, las viejas, encerradas, que hablan en voz bajita por el móvil no sea que las oiga ESO QUE ESTÁ AHÍ FUERA. Y también los chinos, acostumbrados a todo, resistentes, resilientes como se dice ahora, en sus tiendas-islas donde se habla un idioma distinto; es verdad, dicen gracias cuando les pagas y hasta luego cuando te vas, con su particular acento palatal, pero viven en otro mundo. No están aquí ni allí, como si no hubiesen acabado de aterrizar desde su dimensión paralela, la teletransportación que no funcionó del todo: lleváis viéndoos media vida pero no te reconocerían por la calle ni tú a ellos, y han aprendido a contar los céntimos y a dártelos con una sonrisa y a achinar aún más los ojos pero en realidad ni te ven ni te aprecian. ¿Cuántas conversaciones has mantenido con los tenderos chinos?, venga, dímelo, pero sí hablas con el charcutero y con el pescadero y con la punki soñadora que vende hortalizas ecológicas en ese mercado que cada vez es menos mercado y más uy, chicos, qué vermut más fabuloso dan aquí, y el vino de maceración carbónica es lo más. Ahí si entras, ¿verdad? y te tomas unas birritas artesanales y degustas y disfrutas la vida urbana moderna contemporánea del futuro del fin de la historia de lo guay y de lo actual, pero no, no, no hablas con el chino, que podría encerrarse en su tienda y morirse allí y no te enterarías en tres meses ni preguntarías, porque nadie en este mundo sabe a dónde van los chinos cuando mueren, ¿hay un más allá para los chinos? ¿Hay al menos un tanatorio oriental? Son atemporales y aespaciales, pero también ellos intuyen que no están fuera de peligro, que esa particular dimensión en la que habitan no es un escudo de energía ultramegaatómica. Saben, temen, tiemblan, porque lo que ESTÁ AHÍ FUERA puede también fijarse en ellos, y entonces olvídate de si eres nacional o extranjero, comunitario o subsahariano. Y estad muy atentos, porque también los negros han dejado de pasear sus figuras elongadas, de recorrer la plaza de Lavapiés con pasos lentos los fines de semana o al atardecer de cualquier día, y esos dos que antes estaban a todas horas en el cruce de la calle tal y la calle cual para vender un poco de merca han desaparecido. Espera, no lo digamos así, porque “han desaparecido” puede significar lo fatal, lo terrible, lo ya por completo irrevocable y no lo sabemos, quizá están escondidos también en sus casas. Como la anciana en el semisótano. Como el gitano en su pisito pegado al Rastro. Como el chino que ha bajado la persiana metálica y echado el candado mientras mira a sus espaldas no sea que, pero el caso es que todos, todos, todos han abandonado las calles, que ahora relucen bajo el alumbrado público como las avenidas de un sueño, aunque varias de las farolas están apagadas. O las han roto los malditos okupas, esos cerdos drogados y ruidosos, habría que darles un pico y una pala a cada uno para que se enteren de lo que es trabajar. La gentuza esa que aprovecha o más bien aprovechaba la noche para descerrajar una puerta, venga, todos dentro, con la capucha ocultando el rostro aunque como se han cargado a pedradas la farola de todas maneras las cámaras que están aquí por nuestra seguridad, para protegernos a todos, la policía está a nuestro servicio, todas esas mentiras a las que nos hemos acostumbrado como a leer que el banco tal quiere ayudarnos con nuestros proyectos y que los seguros cual sólo desean nuestro bienestar, los okupas, digo, que rompen farolas y cerraduras y puertas y ventanas y se atrincheran cuarenta y ocho horas, lo justo para que el propietario no pueda hacer que la policía los desaloje, porque vivimos en democracia y las leyes hay que respetarlas incluso frente a delincuentes, porque ése, óigame bien, ése es el inicio de la decadencia del barrio. Lo dijo la señora como se llame a su hija por teléfono, que ha entrado una gente en el edificio que no veas que pinta tienen, y cómo huelen, que digo yo que por qué tienen que ser tan cerdos, y las chicas, si vieses a las chicas, peor que ellos, y eso es la más grave, porque los chicos siempre han sido brutos, lo eran en el pueblo y lo son aquí, burros que hay que guiar, pero ellas, no me digas, ellas tenían que avergonzarse un poco de todos esos clavos y cosas que se meten en la nariz y las orejas y los labios y me han dicho, pero no puede ser verdad, que se lo clavan ahí también, ahí mismo, menudo gusto que les dará, guarras. Y con ellos, no te rías, es lo que piensan la vieja de la buhardilla y la vieja del semisótano, y con ellos llegaron las ratas, porque echan su mierda en todas partes, tendrías que ver el pasillo, y la entrada, que yo no he visto jeringuillas, pero claro que las hay, que esto es un trasiego de drogadictos que no me atrevo ni a salir a la calle, lo mismo te pinchan y te contagian el sida, y con toda esa mierda, pues claro, cucarachas y ratas y ahora esto, ¡Y AHORA SE COMEN A LA GENTE!, y yo no puedo más, a mis años voy a tener que mudarme, tendrías que oír los gritos, todas las noches, todas las santas noches.

Los gritos. Es verdad que se oyen y ya nadie se engaña, ya saben, sabemos todos lo que son. Y no es que nadie haya intentado negociar con ellos. Elegantes empleados de los bancos dueños de los edificios, dueños de las calles y dueños de las almas les han ofrecido dinero para que se vayan. Y los okupas discuten hasta altas horas de la madrugada, unos hablan de rendición, otros dicen venga, tíos, ke koño es esto, pillamos la pasta y nos vamos a okupar otra. Y algunos aceptan. Y otros no. Así es el anarquismo, un puto desorden. Y los gritos. ¿No estábamos hablando de los gritos? También gritan los okupas, por la noche, en una de las casas, la que está frente a la buhardilla de Leonardo. Gritos y desapariciones repentinas. El Centro Social Okupado vacío ¿De verdad se han ido, se pregunta Leonardo?

Venid, vamos a seguir a Leonardo.

Leonardo vive en una casa aún sin reformar en la Calle del Amparo. No la han reformado porque los vecinos no se ponen de acuerdo, que si uno no quiere pagar, y que si él no quiere entonces no voy a ser yo el pringao que pague, y además por qué voy a financiar un ascensor que no uso, que lo paguen los del quinto; en fin, la famosa solidaridad de la clase obrera. Y Leonardo es uno de esos que viven en el quinto y necesitaría el ascensor porque está hasta los mismísimos huevos de subir la compra a pulso. Un auténtico dilema filosófico práctico: ¿es preferible comprar mucho de una vez y así sólo tener que enfrentarse al Nanga Parbat una o dos veces a la semana? ¿O comprar de a poquitos y, dulces colinas verdes valles, realizar el ascenso con poco lastre, pero eso sí, todos los malditos días? Porque él no tiene que salir a otra cosa. Él ya tiene una edad y ni recuerda su último empleo. Y lo que hay que ver en la calle lo ve desde su ventanuco mientras fuma: turistas en pantalón corto y piel color langosta hervida (blanco aquí, rosa allí), ridículos gorritos, un día uno con un sombrero mexicano; viejas y viejos que sólo se detienen a recuperar el resuello porque ya no conocen a sus vecinos y con quién se van a entretener de cháchara; un montón de negros, altos (¿son altos todos los negros? ¿de verdad la tienen así de grande?), pero de dos tipos: los que caminan ligeramente encorvados y con la cabeza vencida hacia adelante; esos llevan todos ropas coloridas y cigarrillos de marihuana o hachís en la mano y escuchan música, de verdad o en el interior de sus cabezas; por otro lado, los negros musculosos, anchos, altos, orgullosos, de cabezas para poner en museos de escultura, esa mirada de desprecio, esa forma de ocupar la calle como si siempre hubiese sido suya -esos no oyen nunca música-, al acecho de hembras y de oportunidades. Un momento: hay un tercer grupo: los que llevan túnicas blancas y gorritos, que deben de ser sacerdotes o es la ropa que llevan cuando van a sus misas, y de ellos no se sabe muy bien si pertenecen al primer o al segundo grupo. Otro momento: hay un cuarto tipo de negros que no encajan en esas tres categorías, que llevan traje o ropa de calle como cualquiera, y quizá gafas y quizá un maletín o una mochila. Y con esos Leonardo no sabe qué hacer, cómo clasificarlos, porque parecen gente normal, pero cómo van a ser gente normal los negros. Y ve mucho más desde el ventanuco: parejas besándose, parejas discutiendo, policías -también con frecuencia en pareja- que corren como locos detrás de un drogadicto o de un negro o de las dos cosas a la vez; jóvenes extraños, que antes no se veían en el barrio, con barbas como las del abuelo de Leonardo -una foto del antepasado ilustre frunce el ceño sobre los platos sucios del fregadero-… y bueno, qué más da, el caso es que Leonardo lo ve todo desde su ventanuco. Y fuma y fuma. Y oye los gritos por la noche. Él quisiera ser testigo una vez de un ataque, poder contarlo después a los reporteros televisivos: fue horrible, la mordió en el cuello y comenzó a devorarla sobre los adoquines, y entonces yo creo que me olió, sacó sus fauces ensangrentadas del cuello de la víctima y miró hacia lo alto, a mí. Sus ojos eran dos carbones relucientes, esto es, ascuas, no sé si me entiende… Pero no puede seguir fantaseando desde su atalaya porque acaba de aplastar la colilla del último cigarrillo que le quedaba en la maceta con ese geranio que es su orgullo. ¿Y cómo pasar otra noche de insomnio sin tabaco? Se resiste a bajar, claro, las escaleras, otra vez las escaleras. Se engaña, eso ya lo hemos entendido: si sólo fuese por las malditas escaleras refunfuñaría pero ya tendría las llaves en la mano. Lo que le detiene es ESO QUE ESTÁ AHÍ FUERA. Así que aguanta media hora sin fumar. Inspecciona las colillas por si en un descuido no hubiese apurado alguna hasta el filtro. Pero él es un fumador metódico, concienzudo, exhaustivo. No hay nada que hacer. Y de todas formas el chino que abre hasta por lo menos las doce de la noche (más bien abría, porque ahora cierra antes, pero seguro que aún le da tiempo a llegar) no está ni a cien pasos. Y las farolas están encendidas y oye voces en la perpendicular, así que hay gente todavía por ahí -¿o es una televisión?-. Baja la escalera de madera crujido a crujido, pega la oreja a la puerta de la calle, se convence, se acojona, vuelve a convencerse y abre una rendijita. Nada, nadie. Sale a toda prisa, da los cien pasos igual que un corredor de cross country, muy tieso, como si quisiera alejar lo más posible los hombros del culo, y las piernas son dos líneas rectas impulsadas por el motor del miedo, y es verdad que parecen algo más mecánico que biológico, dos flejes balanceándose con rapidez sobre una biela bien engrasada. Llega hasta el chino sin contratiempos. ¿Y si con las prisas se hubiese dejado el dinero en casa? Oye aliviado el tintineo en los bolsillos. También encuentra un par de billetes que susurran: tabacooo, tabacooo. Menos mal, porque el chino no le habría fiado. Los chinos nunca fían. Uno se negó a venderle una botella de vino porque le faltaba un céntimo. Compra dos paquetes de tabaco. Se lo piensa mejor y compra otros dos. Sólo entonces se da cuenta de que el chino tiene apoyada en la pared una escopeta de cartuchos. Como en uno de esos pueblos polvorientos de las películas en las que un forastero entra en un local de luz ocre y todos detienen lo que hacen y vuelven la cabeza hacia el recién llegado y el camarero que está detrás de la barra es un barbudo mal encarado que pone una escopeta sobre el mostrador. Se despide pero se queda un momento en la puerta. ¿Hay menos luz que antes? ¿Se ha apagado alguna farola? Da igual: todos sabemos lo que va a suceder en unos momentos. Por mucho que Leonardo se apresure y se vuelva una y otra vez e inspeccione cada portal antes de llegar a él. Por mucho que…, ah, con las prisas no se había olvidado el dinero pero sí de cerrar la puerta de su edificio. No importa, se dice Leonardo, nadie se habrá dado cuenta porque estaba abierta sólo una rendija. Pero sí, claro que importa, y Leonardo lo sabe. Empuja la puerta y estudia el interior. Silencio. Oscuridad. Olor a matacucarachas y a madera vieja. Nada qué temer. Qué imbécil. Cómo no va a tener nada que temer. Cierra la puerta nada más entrar. Echa la llave y con el aturdimiento se le cae el llavero del Pato Donald al suelo. Entonces los oye. Pasos. Arrastrándose. Alguien que no puede levantar los pies del suelo. ¿La vecina del bajo, la que se rompió la cadera? ¿Su marido el borrachuzo? No. Pasos de varias personas. ¿Se les puede llamar todavía personas? Yo creo que no. Leonardo palpa el suelo buscando las llaves. Le daría igual encontrarlas. Ahora huele también a pozo de aguas musgosas. Huele a tierra húmeda. Huele a algo ácido que no sabe lo que es. Los pasos más cerca. Esos pies que se arrastran hasta él. El primer contacto, en el hombro, una mano que lo toquetea como la de un ciego escaneando los rasgos de un desconocido. Ni siquiera grita. Tenía razón en lo de los ojos como ascuas, que iluminan ligeramente la escena cuando se le acerca la boca de la que cuelgan babas sanguinolentas. El horror. El horror. Y ese dolor cuando alguien, ¿será un niño o un adulto que apenas puede reptar?, le muerde en un costado, debajo de las costillas, y Leonardo oye la carne al desgarrarse, y golpea hacia el frente, sin fuerza, patea como un conejo que acaba de sentir las garras en el lomo. Leonardo cae sin un grito, siempre ha sido un hombre tímido, nunca una palabra más alta que otra, cae, aunque no del todo porque le sujetan los que le muerden, para que no escape el bocado, y siente, junto al pánico y el dolor, alivio. La sensación de que, pasada esa prueba atroz, le aguarda otra vida, una vida nocturna y excitante, una vida que no está enmarcada en el ventanuco sino en el amplio mundo de calles y plazas.

Dejemos ahora los despojos de Leonardo en el portal, salgamos procurando no pisar sus vísceras y acerquémonos a donde vive Alicia, tres calles más arriba, hacia Tirso de Molina. Alicia tiene sólo treinta y nueve años pero le echarías cincuenta. No ha tenido una vida fácil. Digámoslo de otro modo: ha tenido una vida de mierda, dos maridos de mierda, tres hijos de mierda. Y ahora, para colmo, esos negros que se han instalado en el piso de al lado. Pero ella es una mujer de recursos, por eso ha sido capaz de sobrevivir a esa vida de mierda. El piso será también un piso de mierda, pero es suyo. Hace un año que terminó de pagar la hipoteca. Y no va a permitir que se le metan ahí esos negros a armar bulla y a llenarlo todo de basura, ahora que había encontrado un refugio, un santuario donde soportar las llamadas de su madre (porque cuando la madre llama y le reprocha y se lamenta y qué hija tan injusta y tan dura, ella mira su pisito y se dice: es mi casa). Así que llama a la televisión, es decir, llama a varias televisiones hasta que una se interesa. Es una privada que sólo emite en internet, le dice, una que se preocupa por los ciudadanos españoles y les defiende, una televisión que no es políticamente correcta, y que cree que hay que salvar España de la invasión musulmana y preservar los valores occidentales, etc. Y van una mujer con un micrófono y un cámara. La cámara se regodea en los orines en una esquina del portal, el bocadillo pisoteado en el primer peldaño, los buzones reventados y los montones de papeles debajo. Entonces enfoca la puerta detrás de la que viven los negros, que debían de estar vigilando por la mirilla, porque justo en ese momento sale un negro empuñando lo que a primera vista parece la pata de una mesa y grita que si van a ir a grabarle a su casa, que se larguen pero ya, que está en su casa y que qué mierda es esa, y la reportera, rubia y tonta, más lo segundo que lo primero, porque el rubio es teñido pero la tontería es natural, dice que es un reportaje y que ellos sólo hacen su trabajo y recula con el de la cámara, y entonces sale otro negro y grita que apague la cámara pero no la apaga (Alicia está viendo todo en directo por el ordenador de su hijo: qué raro, oír los gritos a través de la puerta y apenas un segundo después oír los mismos gritos saliendo del ordenador). Entonces la imagen se mueve, tiembla, se oscurece, pero a través del micro se oye yo no he hecho nada, no me golpee, y salen a la calle y la imagen se satura de luz; uno de los negros, que lleva una camiseta de la selección de fútbol de Brasil, está cada vez más enfadado y cada vez más cerca, parece que quiere tragarse la cámara, tanto abre la boca. Entonces otro temblor, una breve imagen del suelo y oscuro. Alicia se queda sentada frente a la pantalla. Oye aún voces y alguien se pone a pegar patadas a su puerta. Sabemos que has sido tú, vas a ver cuando salgas, te vas a enterar, hija de puta. Casi se alegra de que la cámara no siga filmando. Al no verlos, siente que ellos tampoco saben con seguridad que está ahí, es como si no pudiesen de verdad dirigirse a ella. Luego portazo. Música a todo volumen, algo de otro país, de algún sitio subdesarrollado, con malaria y sida y militares de gafas oscuras. Te vas a enterar, le han dicho. Y durante todo el día golpean la pared medianera para recordarle que van a ir a por ella. Alicia entra en una especie de estupor del que sólo emerge ya entrada la noche. Entonces se levanta del sillón en el que lleva horas, hace a toda prisa una maleta con pijama, un par de vaqueros, unas blusas, compresas porque está en esos días, y sale a la calle procurando no hacer ruido. Se va a casa de su madre, le dirá que a cuidarla un poco. Entretanto a lo mejor la policía desaloja a los negros. Su cadáver, más bien, sus restos, los encontrará horas después la dueña de la pollería. Estaba sentada contra la persiana metálica, no pueden imaginarse la cantidad de sangre. Le habían roído las mejillas y de las piernas quedaban huesos enrojecidos rodeados de tendones, un trabajo limpio y eficaz. Pero no había soltado la maleta, la agarraba con una mano, la del brazo que le habían dejado, como si se empeñase en continuar el viaje.

El apocalipsis no llega de sopetón. Llega poquito a poco, como un gas que se va filtrando por las rendijas bajo las puertas. Lo tienes ahí, lo hueles, pero ni caso. De hecho, el Ayuntamiento se empeñó en celebrar las fiestas del barrio, tres santos seguidos para engalanar calles y poner puestos de churros y subir el precio de la cerveza en los bares. Y siguieron llegando reporteros para informar de episodios sangrientos en el barrio, pero las cadenas de televisión ya no enviaban a tiernas periodistas que sujetan el micrófono con una mano y con la otra echan hacia atrás la melena teñida para que se vea bien ese perfil, ni a jóvenes redichos de gafas enormes y pantalones de pitillo. Recurrían a antiguos reporteros de guerra, forjados en los Balcanes, en Irak, en Afganistán. Hasta que un amanecer el vendedor de aceitunas y berenjenas de una tiendecita de Ribera de Curtidores encontró a un hombre empalado en un bolardo y con el micrófono clavado en un ojo. Y durante las fiestas hubo desapariciones bajo las guirnaldas y las bombillas multicolores con las que habían creído iluminar y volver segura la noche. Luego se apagaron. Lo demás fue silencio.

No sé cuándo los vecinos del barrio se dieron cuenta de que los habían dejado solos, cuándo descubrieron que en lugar de socorrerles, la policía había levantado empalizadas prefabricadas de metal alrededor del barrio que, cuando lucía el sol pero eran agitadas por el viento, lanzaban mensajes en morse al Universo.

El Universo no respondía.

No respondía ni Dios.

Quizá por temor a epidemias mantuvieron el servicio de basuras. Los camiones entraban cada mañana en el barrio acordonado, con escolta policial, dos vehículos con las ventanas protegidas por rejillas metálicas. Los policías, ya con el casco puesto, sentados en bancos paralelos a los costados de los furgones, arma en mano. Como marines que se preparan para un desembarco. Los barrenderos recogían la basura a toda prisa, a veces dejando caer parte de los residuos en el suelo de tanta prisa que llevaban. Detrás iba una tanqueta de la policía con manguera a presión. En lugar de dispersar manifestantes dispersaban la mierda de las calles. Los dueños de tiendas podían dirigirse a puntos vigilados (joder, polis subidos a la empalizada apuntándoles con ametralladoras, el dedo rígido casi tocando el gatillo y la mandíbula trabada), y allí obtenían los productos más básicos, que luego vendían al triple o al cuádruple. No iban a correr ese riesgo para nada. ¿Y los trabajadores? A quién le importan los trabajadores. A quién le han importado nunca. Además, una parte importante de ellos estaba en paro y otra parte trabajaba en el barrio, y los demás que trabajen por internet, joder, que hemos entrado en el mundo cibernético circulando a toda hostia por las autopistas de la información. Ahí, ahí se va a notar si somos o no un país moderno o si seguimos siendo Etiopía.

Se habría podido vivir así mucho tiempo. Eso sí que era una vuelta a la maravillosa vida primitiva que añoraban cuatro barbudos descalzos. Al mundo del trueque y de la autosuficiencia. Habrían podido convertir en huertas las terrazas y los solares, ocupar esos baldíos que estaban destinados a ser hoteles o espacios de coworking o cafés con nombre en inglés o barber shops, generar energía solar en los tejados, tejer su propia ropa, organizar cooperativas de enseñanza, desplazarse sólo en bicicleta o a pie, romper por fin con la sociedad capitalista. Todo esto sería lo que soñaban muchos de esos okupas tan odiados y también alguno de los habitantes recién llegados al barrio. Todo esto estaría, de verdad, de puta madre. Si no fuese por los zombis.

Porque no nos olvidemos, queridos niños, de los zombis. Los habitantes del barrio no podían olvidarse porque cada vez se encontraban con más muertos al salir de casa. Con los huesos perfectamente roídos, con la ropa destrozada, con las vísceras, algunas de ellas, asomando por los nuevos espacios de ventilación que les habían abierto a dentelladas. Cada vez más muertos pero después ya no estaban ahí. Se esfumaban. Se escondían nadie sabía dónde. Aunque muchos estaban convencidos de saber dónde. ¡Eran los malditos okupas! Esa gentuza había llevado al barrio el canibalismo y los repugnantes hábitos de los que no mueren porque ya son muertos andantes, como los heroinómanos, parece que están vivos, pero no, no lo están del todo. Los okupas tuvieron que atrincherarse no ya por miedo a los zombis, sino a los vecinos, que empezaron a lanzar piedras contra sus ventanas. Algunos incluso aprendieron a fabricar cócteles molotov con la gasolina que sacaban de los coches aparcados y se los lanzaban como revolucionarios de los años sesenta. Señoras que iban a misa arrojaban un cóctel molotov con la mano que no sujetaba el rosario. Pulcros jubilados enarbolaban piedras y basuras, animales muertos, vísceras de alguno de los residuos del banquete, y con un tino increíble, lograban que entrasen por el hueco que dejaban los cristales rotos. Hay que quemarlos vivos, decían. Se extendió por el barrio una pintada, escrita por distintas manos: Okupa quemado no se vuelve zombi. O ésta: Kema okupas.

Pero las certidumbres duran poco en la vida. Alguien -¿quién, alguien que quería confundir a los vecinos, un okupa ke kiso kitar presión a la komunidad amenazada?- subió un vídeo a internet. En él, oscuro, calles pixeladas negroblancuzcas, como esos reportajes de animales salvajes grabados por la noche, con cámara de infrarrojos, animales fantasma, ectoplasmas blanquecinos que penetran en las aldeas de los negritos mientras estos duermen y roban gallinas -aleteos fantasma- y se comen a algún perro. Pues lo mismo: un ser acuclillado, podría ser un babuino o un orangután, así visto de lejos, y también vemos que delante de él yace un cuerpo suponemos que sin vida; mejor para él si está ya sin vida, porque el bicho acuclillado lo está devorando. Pero ya habéis adivinado que no es un animal. ES UN ZOMBI. Y cuando la cámara se acerca (¿accionada desde un dron?) vemos su rostro casi humano, casi, porque su expresión no lo es, le cuelgan las facciones y la boca es de animal salvaje y los ojos son de un blanco aterrador y, aquí viene lo importante, está vestido con traje, y el traje, por lo que se puede distinguir (aunque el blanco y negro, aunque los píxeles) se encuentra en perfecto estado. Se observa la raya de los pantalones, las mangas del largo adecuado, los zapatos bien anudados.

Un momento.

Sí, un momento. ¿Un zombi elegante? Dónde os creéis que estamos. Y eso mismo decían los vecinos. Y eso mismo dijo el noticiero. Atención, atención, la toma que muestra a un zombi trajeado devorando una persona es un fake. No se la crean. La han grabado, seguramente en otro barrio, para debilitar la moral de los asediados. Puta posverdad. ¿Cómo va uno a moverse en un mundo en el que no te puedes creer nada? Antes, aunque la verdad no existiese, existía la fe. Pero hoy ni eso, así que tienes que entregarte al escepticismo, vivir con una ceja levantada, estar preparado para defenderte de infundios y rumores. Mientras tanto, los vecinos siguieron siendo devorados por las noches y entregándose a la destrucción de nidos de okupas por el día, porque ellos seguían convencidos de que los okupas eran culpables de todo, hay que agarrarse a alguna convicción en este mundo carente de coordenadas, quien no se agarra cae al vacío. Malditos okupas devoradores de personas, entonces. Mataron al menos a dos docenas, los arrastraron por el suelo como Aquiles a Héctor, orgullosos, desafiantes. Pero.

Al final.

Todo cambió.

Porque alguien subió otro vídeo. Y en él se reconocía el edificio de las Escuelas Pías. Y el parque Casino de la Reina y la Plaza Nelson Mandela. Y además se veía a grupos de zombis, todos ellos con traje, algunos con un maletín en la mano, que avanzaban por las calles en penumbra con esos movimientos que hemos visto tantas veces, de pasos cortos que parecen nacer desde un lado de la cadera, como si no tuviesen rodillas, sólo dos palos tiesos entre los pies y la cintura, y se los ve también alzar sus puños contra el dron que les está grabando, pero eso no los amedrenta y fuerzan puertas, rompen vidrios, arrastran a sus víctimas, les dan feroces bocados en el cuello y en los brazos y en la tripa. Y no sólo son las imágenes que se encuentran en internet, también la señora Paquita, la de la mercería, asegura haber visto a hombres muy bien vestidos comiéndose a una colegiala. Y René N’Dongo contó que sólo su increíble velocidad de plusmarquista (la Federación le ha concedido una beca para que gane medallas para España y si no las gana le devolverán a su país a patadas) le permitió salvarse de una horda de muertos vivos con aspecto de empleados bancarios con síndrome de abstinencia que intentó acorralarle en un callejón. Pero no eran sólo ellos, eso es cierto. Los hombres trajeados (y también unas pocas mujeres con traje sastre y bolso de charol reluciente) no estaban solos. A ellos se habían ido sumando algunos antiguos vecinos del barrio que no tenían dónde caerse muertos (ja, ja), y sí, habían visto a Don Leonardo en la vanguardia zombi, tan feliz, dispuesto a dar la primera dentellada, y Doña Alicia, tan seria y educada, había sido vista apoyada contra un buzón con una tibia en la mano. Y la otra tarde, en misa, cuando el párroco dijo aquello de tomad y comed todos de mí porque este es mi cuerpo, hubo desasosiego en lo bancos y los más atrevidos salieron, aunque aún no era de noche, de los confesionarios en los que se ocultaban y tomaron al pie de la letra el mandato del sacerdote, al que no dio tiempo, o le faltó fe, para decir aquello de tomad y bebed todos de mí, pero de todas formas hicieron gárgaras con su sangre.

Y ahora llega el momento heroico. La resistencia. La rebelión. La lucha de un pueblo por salvar a la humanidad de las fauces de los zombis. ¿Y quién está en condiciones de liderar la lucha? ¿Quién ha aprendido a defenderse de la policía, a participar en enfrentamientos de guerrilla urbana, a acorralar al enemigo en calles y encrucijadas? ¿Quién está acostumbrado a arriesgar, quién desafía a los poderes fácticos, quién no teme la violencia? Lo habéis entendido, queridos niños. Fueron los okupas -no todos, es verdad, pero muchos de ellos- los que fabricaron tiradores, cócteles molotov, contundentes mandobles de hierro; redes metálicas para cortar el paso a los zombis hechas con somieres trenzados; barricadas con mobiliario urbano. Enseñaron a viejas desdentadas a usar el tirador, a ceñudos albañiles a prever la perfecta parábola de un cóctel molotov para que estalle en el centro de las huestes enemigas; se abrazaron con aquellos vecinos que hasta hacía poco los odiaban, diseñaron con ellos estrategias, entonaron himnos…

Venga ya. ¿De verdad os lo estáis creyendo? ¿La hermandad entre esos anarcos sin dios ni patrón y los honrados proletarios? Pero ¿estáis tontos o qué os pasa? El proletariado ODIA a los vagos. Para ellos el trabajo es un valor, aunque el patrón les explote y les paguen una mierda y la jubilación ni te cuento, pero el que no trabaja merece morirse de hambre, y el que se droga también (el alcohol y el tabaco no cuentan). ¿Y la clase media se va a unir a los desharrapados si hay otras posibilidades? Si no las hay, sí: mirad la revolución francesa, la burguesía peleando al lado de los sans culottes… Pero el aliado natural de la clase media no es el lumpen. Así que los buenos tenderos, y los buenos oficinistas, incluso los empleados de la tienda de comida vegana y el del café que no vende café sino coffee y el de la barber shop decidieron que era mejor ponerse del lado de los zombis y asaltar todas las casas okupadas, porque ahí estaba el origen de todo: antes de que llegasen los okupas había paz en el barrio, no había basura, todos se amaban y se cogían de las manos para mirarse a los ojos, eran tan felices antes, en aquellos tiempos de paz y orden, y puede que hubiese algún zombi, pero muy discreto, ni te enterabas de su existencia. Así que así fue: vecinos y zombis entraron enloquecidos en las casas okupadas; para tener más fuerza y menos escrúpulos los vecinos se dejaron morder, infectar por sus aliados, también ellos comenzaron a moverse a pasitos cortos y con los ojos en blanco y los brazos hacia delante… Y volaron las cabezas de los okupas, y sus cuerpos escuálidos alimentaron a las huestes del barrio, y sus tatuajes fueron borrados a dentelladas y sus piercings hicieron atragantarse a algún zombi. El día que reventó la última casa okupada y sacaron de debajo de un colchón al último miembro de la resistencia salió el sol, y la empalizada fue desmontada; todo volvió a la normalidad; regresaron los turistas; se construyeron hoteles y apartamentos a la vez elegantes y pintorescos, que respetaban el espíritu arquitectónico del barrio. Y las nuevas tiendas aunque eran nuevas novísimas mantenían los rótulos antiguos para que no se perdiese el sabor popular y tradicional. Y se limpiaron las calles. Y ahora todos caminan tranquilos, incluso los negros, aunque muchos han tenido que marcharse debido al precio de los alquileres, y es cierto que una parte considerable de los antiguos vecinos también se ha visto obligada a irse a una ciudad dormitorio o a un adosado con el hijo o la hija o el nieto o la nieta, porque los precios en el barrio se han vuelto imposibles. Una pena, porque ahora que no están los okupas es todo tan idílico. Los hombres con traje gris, pero que caminan como tú y como yo, no muerden ni ponen los ojos en blanco ni dan asco, pasean por las empinadas calles y saludan a los vecinos, que les agradecen su trabajo y que el barrio haya cambiado tanto, está irreconocible, lo que son el progreso y el bienestar.

Aunque en la noche, a veces, todavía revienta una farola, y se oye el crujido de una puerta, y estallan cristales. Y aunque durante el día los vecinos finjan normalidad y se saluden cordialmente y se tomen su capuchino mientras leen en la tablet, los vecinos, por la noche, siguen cerrando bien puertas y ventanas, y arrebujándose en las sábanas, temerosos de ESO QUE ESTÁ AHÍ FUERA, de eso que, en algún momento, no se sabe cuándo, LOS VA A ENCONTRAR.