Bonus track 4

Husky guiña el ojo izquierdo para mirar a través del azul, luego el derecho para mirar a través del marrón. De niño pensaba que el mundo habría debido verse distinto según con qué ojo lo mirara, y se pasaba las horas guiñando uno y otro ojo para encontrar las diferencias, una costumbre que se le había quedado desde entonces.

Pero el mundo es siempre igual, lo mires como lo mires.

¿AM?

¿Qué?

Nada, era sólo para saber si seguías vivo. Deberíamos irnos.

¿A tu montaña?

No va a volver.

¿Y tú qué sabes? Vamos a esperar.

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AM observa la herida de la frente con el espejo de mano. No ha quedado mal del todo. Para ayudar a que cierre se ha pegado papel de fumar en ella. Aunque Husky opinaba que con eso sólo iba a conseguir que se infectase, AM sabía lo que hacía. Y contó a Husky que los indios de América Central, para suturar las heridas, tomaban hormigas bala, unas hormigas que miden casi tres centímetros, y las acercaban a la herida de forma que cada mandíbula quedase a un lado. Cuando mordía, le cortaban la cabeza, que se quedaba prendida como una grapa. Era muy doloroso, pero no más que recibir puntos de sutura sin anestesia. Algunos morían porque el ácido fórmico les provocaba un shock anafiláctico. Eres lo más nerd que conozco, le respondió Husky después de escuchar sus explicaciones, y le tendió una hoja de papel de fumar para que se hiciese la cura.

Un vecino pasa, asoma la cabeza, ve a los dos jóvenes sentados en el suelo de lo que queda del salón. Probablemente quería entrar para llevarse lo que no hubiese sido destrozado, pero la presencia de AM y Husky lo disuade. Saluda levantando las cejas y arrugando la nariz. Pronto la mitad de los habitantes de las zonas marginales habrán perdido el habla. Viven encerrados como roedores en sus galerías, se comunican por gestos, por sonidos inarticulados.

¿Ves?, dice Husky. Tenemos que salir de aquí. Esto es como vivir entre yonquis.

La puerta del apartamento está apoyada contra la pared. Cuando AM recuperó la conciencia, subió el último tramo de escalera temiendo marearse y entró en el piso ya no había nadie. La puerta reventada, astillas, salpicaduras de sangre, sillas con las patas y el respaldo partidos, objetos desperdigados por todas partes, vidrios, papeles –sus periódicos-, fragmentos irreconocibles, una masa viscosa que AM no supo a qué tipo de víscera atribuir.

AM buscó en las habitaciones, en el baño, bajo la cama, como quien juega a encontrar a un niño que se ha escondido. Alegría no estaba en ningún sitio. Se había ido o se la habían llevado. Al menos había regresado la electricidad. AM encendió y apagó luces; pero la señal del móvil aún no se había recuperado. AM supuso que los supervivientes habían bajado en el ascensor llevándose con ellos los cuerpos. ¿También el de Alegría?

Si estuviese bien no se habría ido dejándote desparramado en las escaleras y con la cabeza partida, dijo Husky.

A lo mejor tuvo que huir a toda prisa. A lo mejor la perseguían. No puedo abandonarla.

¿Y cuánto vamos a esperar?

Mi hermano ha perdido la conexión. Si la recupera seguro que la encuentra.

Husky resopla. Él querría abandonar la ciudad para siempre y fundar otra con exiliados y excluidos, una ciudad sin zonas seguras y zonas marginales. La equidad del riesgo. Las diferencias sociales empiezan por ahí, por el desequilibro entre la seguridad de unos y la de otros. Todos debían tener las mismas armas, nadie contaría con ninguna protección, ni muros, ni barreras, ni siquiera setos. Compartir el peligro provoca solidaridad. Eso le había explicado a AM, pero a él sólo le interesaba saber si Alegría seguía viva.

Husky estaba dispuesto a esperar. Dos, tres semanas. Después se marcharía. Podía imaginarse ya, vestido con pieles, en la cabeza un gorro de castor, barbudo, avanzando a través montañas nevadas. Viviría de la caza y la recolección. Bebería en los arroyos.

¿AM?

¿Qué?

¿Tú crees que quedan ríos de los que se pueda beber directamente?

La ciudad, dice AM.

¿Qué?

AM señala por el ventanal, hacia la zona segura. Aunque es de día, se han encendido las luces de farolas y edificios públicos, de las fuentes, de todo aquello cuya iluminación se activa automáticamente al oscurecer. Todas las sirenas se han puesto a ulular al mismo tiempo.

El Ejército de las Sombras, dice Husky.

Una banda de imbéciles, responde AM.

Husky va al ventanal, se asoma al vacío e imagina la caída.

¿De verdad querían que se tirase?

Putos locos. Niñatos jugando a la rebeldía. Oye, ¿no crees que el hacker podría encontrarla?

El hacker es dios.

Dios ha muerto.

¿Quién lo ha dicho?

Nietzsche.

¿Quién?

Da igual. ¿Podría?

No quería decírtelo. Lo han detenido. Pero cuando lo suelten seguro que la encuentra.

Joder.

AM siente ganas de llorar. Hacía años que no tenía esa sensación, porque se había convencido de que las cosas que suceden son inevitables, y aquello que no podemos evitar no merece ser lamentado. El problema es que ahora le gustaría evitar lo inevitable y eso provoca forzosamente las lágrimas.

Voy a buscarla.

¿En los túneles?

En los túneles, en las zonas limítrofes, en las zonas seguras, en el margen del margen.

¿Te puedo hacer una pregunta?

AM se levanta del suelo y se sacude la culera del pantalón.

Claro.

¿Estás enamorado de ella?

No sé, Husky. Enamorarse es una palabra tonta, enamorarse es cursi y cliché y una puta mierda. Es como meter en una cajita de terciopelo lo que sientes, ¿me entiendes?

Nunca. No te entiendo nunca. Pero te quiero igual.

¿Me acompañas de todas maneras?

Claro. Pero te lo van a robar todo.

Da lo mismo. No pienso volver aquí.

Cuando AM va a buscar el táser se da cuenta de que no está en el cajón. ¿Basta eso para albergar algo de esperanza? A AM sí, cualquier indicio es bueno para no desesperarse. Imagina a Alegría repartiendo descargas a los atacantes. No está enamorado de ella. No es eso, no quiere que sea eso. Es algo más profundo y a la vez más distante que no piensa poner en palabras. Nombrar las cosas puede ser una forma de destruirlas.

AM repite la última frase para memorizarla y anotarla más tarde en su cuaderno.

¿Vamos?

Vamos.