Bonus track 1

Ping arranca de un tirón los jirones de cortina que colgaban junto a la ventana. Una nube de polvo flota frente a él, que da un paso hacia atrás para evitarla. Su hermano sigue sentado, con los codos apoyados sobre la mesa y la cabeza oculta entre las manos. No se ha movido de ahí desde que llegaron.

Aunque ha rebuscado por toda la cabaña, Ping no ha encontrado ningún producto de limpieza, ni guantes de látex, ni cepillos o escobas; ni siquiera un barreño. No es que hubiese esperado encontrar una aspiradora, pero sí aunque solo fuese una pastilla de jabón.

angeles-corte2Ping se acerca a su hermano y le acaricia distraídamente el pelo, como podría hacerlo con un perro que sesteara a sus pies. Luego sale a la calle y se adentra en el bosque. Corta con el kukri las ramas de un arbusto que desconoce: tiene frutos rojos que no se atreve a probar. Las ramas son leñosas y a la vez muy flexibles; cuando las corta sueltan una savia pegajosa que él procura no tocar, aunque no puede evitar que a veces chorree alguna gota desde la hoja del kukri hasta su mano. Limpia la mano en los pantalones y se queda un momento observando como si esperase alguna reacción química o que el tejido comenzase a arder. No sucede nada, pero de todas formas evita el contacto con la savia. Eso es algo que aprendió de niño en la aldea de la que proviene: nunca tocar un arbusto que no conoces; podría tener espinas, ser venenoso, alojar insectos o reptiles peligrosos. Cuando cree tener suficientes ramas, empuña el manojo y camina por el bosque. Allí llega a una planta de hojas anchas de un metro de largo. Arranca unas pocas hojas y va extrayendo de ellas unos filamentos que la recorren longitudinalmente. Cuando ha extraído veintisiete de esos filamentos se pone a trenzarlos de tres en tres. Luego trenza a su vez cada uno de los cordeles así obtenidos con otros dos. Y por último trenza los tres resultantes. Con la cuerda que se acaba de fabricar ata el manojo de ramas. Barre el suelo a su alrededor para probar y regresa a la cabaña.

Pong levanta la cabeza cuando le oye entrar. Ping sonríe y le muestra la escoba. Pong también sonríe, con desgana.

No han hablado de la muerte de Kastor. No han hablado de casi nada. Al ver a su jefe sangrando en el suelo, salieron corriendo y no necesitaron ponerse de acuerdo sobre la dirección que tomar. Los dos conocían un refugio en el que ya no vivía nadie y donde podrían esconderse mientras meditaban los siguientes pasos. De todas maneras, antes de entrar en la cabaña de Arnoldo, la observaron de lejos durante un par de horas para asegurarse de que no se les había adelantado nadie.

Entraron en aquel reducto de mugre y desorden, sacaron el colchón maloliente y lo dejaron sobre el camino para airearlo, con una camisa que encontraron en el suelo limpiaron la mesa y dos sillas. Fue Pong el que dijo lo evidente: no tenemos comida. Tendríamos que haber subido a vaciar el frigorífico. Después ocultó la cabeza entre las manos y dejó de hablar, de moverse, parecía que incluso de respirar. Una vena en su sien pulsaba confirmando que seguía vivo.

Ping barre con cuidado para no levantar mucho polvo y empuja con la escoba restos de alimentos y cosas pegajosas e irreconocibles hacia el exterior de la cabaña. Cuando ha eliminado parte de la suciedad, va derramando tazas de agua sobre el suelo y frota con las ropas de Arnoldo que ha encontrado en el armario. Más tarde las lavará para hacer bayetas con ellas.

Cuando Ping se dirige al pilón ve a lo lejos, mal escondidos tras unas rocas, a los niños que han matado a Cástor. Aún recuerda sus bocas de animales abiertas hacia lo alto, recuerda su olor punzante, su manera, también animal, de revolverse y patear y morder. Rabiosos como mangostas. Suelta la ropa en el suelo y se pone en jarras hacia ellos. Que sepan que los ha visto. Si se acerca alguno lo va a matar como a un conejo, con un golpe en la nuca.

Por la noche vuelven a meter el colchón en la cabaña. Pong ha ido saliendo de su estupor y ha ayudado con algunas faenas para hacer habitable la cabaña. Ha calzado la mesa y desatascado el fregadero, ha atornillado con el kukri los pernios de la puerta para que el canto inferior no roce al abrirla o cerrarla. Pequeños arreglos que hacen más agradable la existencia.

El colchón no tiene más de noventa centímetros de ancho. Los dos se tienden boca arriba con los ojos abiertos. Mañana tenemos que ir a la ciudad, dice Pong. No hace falta que explique que tienen que robar comida. Se toman de la mano y se disponen a dormir. Pero no consiguen conciliar el sueño. Las tripas les suenan casi continuamente. Tampoco ayuda a dormir el calor que hace en la cabaña, pero han preferido trancar la puerta y sudar a estar inermes ante cualquier intruso.

Los dos saben que el otro está despierto, pero no conversan. Ven pasar la noche por la ventana: la luna traza un lento arco en el cielo, las estrellas que van cambiando de posición. No se sueltan de la mano. Ya casi está amaneciendo cuando se quedan dormidos, al mismo tiempo, como siameses que repiten lo que sucede en el cuerpo del hermano. Los dos corazones se van apaciguando, casi se diría que laten acompasados. Ninguno de los dos ronca. Respiran suavemente, relajados, por fin ausentes. Su sueño es tan profundo que no huelen el humo. Y tan solo se despiertan, también a la vez, cuando las llamas ya rodean la cabaña.