El terrorismo de los otros

Recupero aquí este artículo que publiqué en 2003 o 2004.

En los últimos años se está generando un extraño y machacón consenso en el mundo occidental, según el cual toda violencia no generada por estados democráticos es intrínsecamente condenable. Parafraseando al Presidente del Gobierno en su reciente intervención ante la ONU, la nobleza de una causa no puede servir de coartada a la ignominia del acto –terrorista–, afirmación que suscriben no sólo la inmensa mayoría de los políticos, sino también de los comentadores y editorialistas occidentales, Permítanme citar a Kofi Annan: «…ninguna meta puede dar a nadie el derecho de matar a civiles inocentes…» y un editorial de El País, en el que se afirmaba que el terrorismo es «abyecto en toda circunstancia». Se podrían citar cientos de declaraciones similares.

La violencia parece ser sólo un recurso legítimo en manos de estados democráticos; entonces la causa sí justifica la ignominia del acto: el mismo Aznar, para defender la intervención española en Iraq, afirmaba sin observar contradicción alguna que «…garantizar la seguridad y la libertad del mundo… sí me parece una causa noble»; las víctimas civiles, en principio inadmisibles, se convierten así en el precio doloroso pero necesario de una noble meta, a no ser que alguien crea aún que se puede librar una guerra sin causar bajas en la población civil.

No hay que pensar entonces que quienes hacen afirmaciones como que el terrorismo es igual en todas partes, que la violencia nunca se justifica o que el zapatismo y ETA son lo mismo, como dijo un político socialista tras un viaje por México, se han vuelto pacifistas de la noche a la mañana y repudian toda violencia. Lo que se rechaza es la violencia terrorista, que parecen definir como aquella dirigida contra los estados democráticos, sus ciudadanos y sus empresas.

Lo cual plantea al menos dos problemas. El primero, la definición de estado democrático. ¿Basta con que se celebren elecciones y haya una teórica libertad de prensa y de expresión para hablar de democracia? ¿Viven países como Bolivia, Colombia o México en democracia, lo que hace condenable cualquier uso de la violencia para lograr cambios sociales o legislativos? Hay que suponer que sí, porque si no, no se entiende que los países occidentales vendan armamento y apoyen logísticamente y con información al gobierno de Colombia, o tengan relaciones amistosas –y económicas– con los de Bolivia y México. El hecho de que en uno de estos países el ochenta y cinco por ciento de la población viva en la pobreza, que el gobierno de otro esté empujando a la población civil a implicarse en la guerra –creando redes de informantes civiles y con sus planes de reclutar campesinos-soldados – y en el que las connivencias entre ejército y paramilitares son obvias, y otro en el que numerosos crímenes vienen auspiciados y protegidos por un sistema corrupto, no parecen incomodar a los políticos y empresarios occidentales, aunque muera mucha más gente víctima de esas democracias falseadas que por las acciones terroristas o guerrilleras –si es que se admite esa distinción–.

El segundo problema lo plantea el hecho de que los países democráticos lo son sólo dentro de su propio territorio, pero usan medios reprensibles, incluso delictivos, en los territorios de los demás. No tienen empacho en aliarse con dictadores que defienden sus intereses, venden armas y tecnología militar a países que distan mucho de ser democráticos, aun a sabiendas de que pueden ser utilizadas contra sus ciudadanos, y alimentan con sobornos a funcionarios corruptos para que aprueben proyectos con frecuencia perjudiciales –e incluso mortales– para la población del país en cuestión, que, por ejemplo, se ve expulsada de sus tierras para dejar sitio a la explotación maderera o petrolífera o a la construcción de un embalse. Mientras se finge luchar contra el terrorismo con una mano se lo alimenta con la otra.

Así, decidir que todo terrorismo -toda violencia no estatal- es igual, es decir, empeñarse en ignorar sus causas y sus rasgos distintivos no es sólo una necedad; es también una manera sutil de dejar de lado una cuestión crucial: la de cómo la política y los intereses económicos del Primer Mundo son corresponsables, a menudo directos, de la aparición de la violencia en el Tercero. Y no asumir esa corresponsabilidad es una manera de perpetuar la violencia que supuestamente condenamos.

Coda escrita en 2017: en caso de que alguien no quiera entenderme, por supuesto prefiero vivir en un Estado democrático a vivir en una dictadura. Por supuesto me parece condenable cualquier acción terrorista y en particular si está dirigida a civiles. Pero sigo sin ver diferencia entre que me mate un yihadista en mi país y una bomba de un país democrático que cae en una ciudad de Oriente Medio. Y por supuesto no hay en mi opinión, ni la había entonces, relativismo alguno: la culpa de unos no quita a la culpa de otros. Las culpas no se restan, se suman.

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