Una semana en Mons viendo películas de amor. La calidad no ha sido alta. El presidente del jurado dijo que echaba de menos las películas que de verdad son de amor. A mí, más que el cine de amor, me interesa el cine sobre el amor (también sobre su ausencia, sobre su imposibilidad, sobre su engaño, sobre cómo lo volcamos hacia objetos e incluso animales –una cabra, en una película egipcia, en la que parece haberse encarnado la amada muerta-). El cine “de” amor, enseguida se vuelve repetitivo, estilizado, déjà vu.

Hubo sin embargo algunas películas interesantes, entre ellas Porto.
Porto tenía todo para irritarme: una historia clásica de flechazo, una fotografía que idealiza la ciudad, fotografía romántica y de grano grueso, una mujer fatal, un joven vulnerable y absolutamente enamorado, minutos y minutos de declaraciones de amor. Como diría mi amiga R.: el horror.

Me encantó Porto, porque enseguida sabemos que todo lo que estamos viendo es mentira. Todo menos el enamoramiento de él. El encuentro es maravilloso para él, tanto que no puede entender que ella no lo vea así, tanto, que empieza a acosarla… Pero la película que vamos a ver no es la que parece anunciarse. No, no es el encuentro apasionado que imaginamos los primeros minutos ni él el único desequilibrado dispuesto a todo para que ella regrese a su lado. En seguida sabemos que ella le deja al día siguiente, que el desequilibrio en esa atractiva mujer, menos evidente, no es menos profundo.

Y la película regresa en flash backs a esos momentos en los que parece que no hay otra cosa que el amor de ambos, en los que la pasión absoluta, en los que decir «siempre» resulta lo más natural, en los que cada uno está completamente absorbido por el otro y parece que eso no cambiará nunca.

Las frases que decimos en la intimidad del enamoramiento son embarazosas si se repiten delante de un público, pero no pensamos en eso cuando las decimos. Las frases de los enamorados –te querré siempre, nunca querré a otro, no habrá secretos entre nosotros- son, en general, mentiras, y cualquiera lo intuye vagamente, pero de todas maneras las pronuncia. En ese momento la probabilidad no importa, porque no importa el futuro: el presente lo absorbe todo.

Porto nos muestra esos instantes de entrega absoluta pero todos sabemos ya, salvo el protagonista, que son una ficción. Todo se va a derrumbar en pocas horas. Y esa tragedia nos duele porque nos remite a la nuestra: también la inmensa mayoría de nuestros amores se derrumbará, tarde o temprano. No querremos siempre, nos enamoraremos de otro, sí habrá secretos.

Salvo en mi caso. Yo soy una excepción porque seguiré enamorado de E. hasta que me muera. La querré siempre, pienso. Y lo siento así, sin ironía alguna. A los enamorados nos dan igual las probabilidades.

En La invención del amor, Samuel decía que no usaba la palabra siempre. Yo tampoco porque, como él, desconfío de esa palabra manoseada que tan rara vez se cumple. Pero me la digo por lo bajo. Mi honestidad consiste en que no la pronuncio, en que no la convierto en promesa. Es sólo una convicción íntima.

gala-de-cloture.pngDurante la entrega de premios, la presentadora lleva un vestido que deja transparentarse sus pezones y sus bragas. Me da una pena enorme, como asistir a una humillación pública. ¿Es eso todo lo que tiene que ofrecer? ¿Es eso a lo que tiene que recurrir para resultar interesante o atractiva?

Escribiendo estas líneas a las cinco de la mañana. Maldito insomnio.

Esta semana se publica mi nueva novela. Y siempre, cada vez que publico un libro, el miedo a la insignificancia, a pasar desapercibido. El miedo, justificado, a que ese año o esos años de trabajo hayan servido para tan poco. El miedo a que eso que a mí me parecía tan importante le resulte indiferente a casi todos.

Escribir es como lanzar un guijarro a un pozo.

Incluso este diario, del que he empezado a publicar extractos, me causa ahora mismo esa impresión: un pequeño impacto en las aguas oscuras, ondas casi imperceptibles, silencio, la superficie inmóvil. Esperamos demasiado de la escritura. Quisiéramos que levantase olas, que transformase paisajes, que nos hiciese sentir la fuerza, la energía de un Moisés separando las aguas del Mar Rojo. Pero suele quedarse en eso: el guijarro que cae y se hunde en silencio. Y aunque separásemos las aguas de un mar, después vuelven a juntarse y al poco tiempo se olvida el prodigio. Maldita sea: la literatura no sirve para nada contra la muerte.

 

Un comentario en “El amor, la literatura, el cine. Esas cosas

  1. La buena literatura » salva» de la muerte. Por eso aún leemos a Homero y a Dante. Pero tiene que ser «buena». A veces, por un tiempo se opaca, pero después resurge, y el » autor muerto» también. A través de sus ficciones, resucita.

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